
A mi madre
Tenías que haberla conocido. Se sentaba y sólo con la mirada, lo ordenaba todo. Mirada pardiza. Penetrante. Como si te abriera el alma. Como si un gran ojo te observara. Tenías que haberla conocido. Recuerdo el día de la llegada de papá. No dijo palabra alguna, a pesar del tiempo alejado de casa. Y me regañabas. Con tu mirada de latigazo, partiéndome el alma... de la duda... de la confusión. Te dije que podía ser peligroso. Tú insistías con tu mirada. Mirada recalcitrante. Que quemaba. Tú insistías. Que eran insensateces mías. Esa manía tuya de buscar cosas. Desde aquella vez en la playa. Tus ojos se quedaron fijos en el caracol. Te preguntabas si podía darte respuesta a la vida. Te lo dije. Pero tú insistías con la mirada. La primera vez, siendo todavía una niña. Era el día de las ánimas. La tarde cayó como un relámpago. Y mi sorpresa, ver la redondez de las arepas que salían de tus manos. Y la tuya, ver los números que salían en ellas, para jugarlos en el azar. Después de comer me enviabas a la casona. Sigo recordándola. Sus inmensas puertas que llegaban al cielo. Sus ventanales, confidentes silenciosos de amoríos y serenatas. El zaguán, que nos decía los pasos infinitos que tiene la vida. Al traspasarlo, aparecía la doña. Su pelo, desteñido por el tiempo, dejaba ver una solitaria sonrisa maternal. Toma el tobo. Ve al traspatio y le das de comer a las gallinas. Era inmenso. Entraba al gallinero. Metía las manos en el tobo, y comenzaba a regar el maíz. Sin darme cuenta, todas la gallináceas comenzaban a rodearme. En el fondo, la flama aparecía. Se movía de una esquina a otra del traspatio. Se me sumergían los vellos. Poco a poco colocaba el tobo en el suelo. Sentía una pesadez en la pantaleta. Salía del gallinero y me iba corriendo hacia adentro. Te lo conté y no me hiciste caso. No volví a la casona. Siendo adulta, me insistías con tu mirada, que volviera. Decías que el miedo que sentías cuando pequeña, era circunstancial. Que me diera valor. Las penas se aliviarían. Al llegar al traspatio, de nuevo apareció la flama. Te lo conté de nuevo. En el fondo, de una esquina a otra se movía. Te entusiasmaste. Me dijiste que era un entierro, que donde se detuviera la flama, estaba el baúl repleto de dinero. Y tu mirada se hizo insistente. Desentiérralo. Desentiérralo. Esa palabra todavía truena como fogonazo en mi memoria. A la media noche. Teien que ser a la media noche. Ya eres mayor de edad. No hay nada que te lo impida. Tomé el valor por asalto. Comencé a sacarlo. Los brazos y las manos, buscaban un segundo aire, por el cansancio. Pero seguía apartando la tierra, como si le arrancara una parte al mundo. Brazada y brazada. La transpiración era un río desahuciado. Seguía. Hasta que por fin apareció. El baúl semejaba olores atávicos. Me ayudaste a levantarlo. Nos dirigimos a la casa. Nadie nos vio. Lo colocamos en la mesa y te dispusiste a abrirlo. Un resplandor nos cegó por momentos. Había tantas monedas de oro, que alcanzaban para saciar toda la avaricia del mundo. Tus ojos brillaron, en un istante, como nunca en la vida. Pero se te olvidó algo... Madre... Las misas. Había que hacerle las misas al difunto. Para qué las misas. Con tanto dinero no era necesario. Ahora ando de traspatio en traspatio, con esa flama que me quema, esperando que alguien haga las mías. Amén.
Cuento tomado de Relatos de la Otredad. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña. Prólogo, selección y notas de Isaías Medina López y Duglas Moreno. Unellez - San Carlos. 2004.
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